“Soy Melissa, tengo 37 años. Llevo 17 años en este Monasterio de Benavente. Recuerdo el momento y el lugar en el cual, al ser preguntada sobre el tema vocacional dije: ¡Monja nunca!! Creo que a decir verdad, no me planteaba otro tipo de vida, quería recorrer el camino habitual que la mayoría de los jóvenes. Soñaba con encontrar la plenitud de un amor sólido y estable. Me empeñaba en estudiar mi carrera con pasión, sin enterarme que Alguien estaba tocando a mi puerta. Todo cambió, su voz me sacudió, su hambre llenó mi vacío y su sed apagó mis ambiciones. “Camina, camina lejos” Él mismo lo decía. Él apostó por mí y no pude más que doblar mis rodillas y rendirme. Su promesa superó su fama!!
Dios es el eternamente amante llamante. Dios llama y no se repite. Y cada día sigue llamando. ¿Por qué, si no, sigue habiendo tantos jóvenes que le siguen? Ciertamente son más numerosas de lo que hoy generalmente se piensa, incluso en medio de esta agitada vida moderna. Muchos son los motivos que empujan a jóvenes a abrazar la vida monástica. Si las interrogáramos, cada una presentaría una historia única.
Unas pocas nacieron con cierta disposición para la vida monástica: naturalezas reservadas, profundas, meditativas, han presentido una riqueza interior y quieren tener la posibilidad de cultivarla en paz. Otras, en algún momento de su vida, frecuentemente en medio de una crisis o una prueba, han quedado embargadas por lo absoluto de Dios y por la necesidad irresistible de comunión con él.
Otras han encontrado de modo concreto la persona de Jesús en su vida. Literalmente, Jesús se ha apoderado de su corazón. A partir de entonces han vivido con el presentimiento de que un día deberían abandonarlo todo para seguirle sin reservas. La visión de una miseria espiritual o material ha inspirado a otras el deseo de hacerse monjas. Un día han sabido que de esa forma, extraña a primera vista, serían verdaderamente solidarias con toda la miseria humana, y estarían capacitadas para remediarla.
Dios es el eternamente amante llamante. Dios llama y no se repite. Y cada día sigue llamando. ¿Por qué, si no, sigue habiendo tantos jóvenes que le siguen? Ciertamente son más numerosas de lo que hoy generalmente se piensa, incluso en medio de esta agitada vida moderna. Muchos son los motivos que empujan a jóvenes a abrazar la vida monástica. Si las interrogáramos, cada una presentaría una historia única.
Unas pocas nacieron con cierta disposición para la vida monástica: naturalezas reservadas, profundas, meditativas, han presentido una riqueza interior y quieren tener la posibilidad de cultivarla en paz. Otras, en algún momento de su vida, frecuentemente en medio de una crisis o una prueba, han quedado embargadas por lo absoluto de Dios y por la necesidad irresistible de comunión con él.
Otras han encontrado de modo concreto la persona de Jesús en su vida. Literalmente, Jesús se ha apoderado de su corazón. A partir de entonces han vivido con el presentimiento de que un día deberían abandonarlo todo para seguirle sin reservas. La visión de una miseria espiritual o material ha inspirado a otras el deseo de hacerse monjas. Un día han sabido que de esa forma, extraña a primera vista, serían verdaderamente solidarias con toda la miseria humana, y estarían capacitadas para remediarla.
Aún más sencillamente, otras se han visto desamparadas ante una vida que había perdido todo sentido para ellas. Inesperadamente, el hecho de ver una comunidad monástica que vivía unida en el amor y la oración les ha hecho captar un sentido nuevo, una plenitud de gozo cuyo gusto habían perdido.
Aunque pueden ser muchos los motivos que llevan a una joven a llamar a la puerta de un monasterio, son casi siempre suficientes e insuficientes, a la vez. Suficientes, quizá, para justificar un intento. Generalmente insuficientes para asegurar la perseverancia de toda una vida. Es evidente que la mayor parte de estos motivos tienen un aspecto superficial, que necesita ser reconocido para que aparezca otro, para liberar un sentido más profundo, una invitación que nadie se hace a sí mismo, sino que procede de fuera, de Otro. El Camino monástico está siempre ahí, ofrecido como una respuesta posible.
Aún más sencillamente, otras se han visto desamparadas ante una vida que había perdido todo sentido para ellas. Inesperadamente, el hecho de ver una comunidad monástica que vivía unida en el amor y la oración les ha hecho captar un sentido nuevo, una plenitud de gozo cuyo gusto habían perdido.
Aunque pueden ser muchos los motivos que llevan a una joven a llamar a la puerta de un monasterio, son casi siempre suficientes e insuficientes, a la vez. Suficientes, quizá, para justificar un intento. Generalmente insuficientes para asegurar la perseverancia de toda una vida. Es evidente que la mayor parte de estos motivos tienen un aspecto superficial, que necesita ser reconocido para que aparezca otro, para liberar un sentido más profundo, una invitación que nadie se hace a sí mismo, sino que procede de fuera, de Otro. El Camino monástico está siempre ahí, ofrecido como una respuesta posible.